He tenido unas visitas muy
agradables, vienen de lugares de Suiza, la gran y pequeña nación europea llena
de contrastes pero de los buenos. Siempre me acuerdo cuando estaba en el grado
once y en navidad me contagiaron con rubeola, me llegaron catálogos de internados
para ir a estudiar, en esa época quedó solo en ver esos hermosos lugares en
papel; por ese recuerdo hoy quiero que viajen conmigo mientras el mundo entero
pasa por el lujo y el frenesí de Ginebra
o Zúrich, la vida propiamente suiza transcurre pacífica y asincrónica
con los tiempos modernos, en una serie de pequeñas poblaciones enclavadas entre
praderas y montañas.
En primavera, el tren solo tarda un par de
minutos para trasladar al viajero del centro de Berna a un escenario de
planicies sembradas con leguminosas, de minifundios gobernados por chalets,
tractores y animales de campo. Por aquí pasaron los romanos hace casi 2.000
años. Habrán notado como cada elemento en el panorama está ubicado en una composición
armoniosa, y como cada color ha sido puesto allí por el mágico pincel de la
naturaleza. Al fondo se acercan los blancos pinos de los Alpes, torres
fronterizas que advierten que esto aún no es Francia.
Desde Thun se puede ver la cara norte de
Eiger y sus pinos hermanos – Monch (Monje) y Jungfrau (señorita), que vigilan
el paisaje a 4.000 metros de altura. Desde las casas construidas sobre las
mesetas del pueblo, algunos locales han visto alpinistas atascados en lo alto.
Pero en el pueblo, escalar y caminar las alturas entre angostos senderos
rocosos es una actividad ordinaria, incluso para niños y mayores de 70 años.
Algunos encuentran más excitante amarrar una cuerda al puente de madera del río
Aare para alzarse a surfear contra la
corriente, o realizar piruetas en pequeñas aeronaves en los campos
circundantes.
Menos desafiantes, hombres y mujeres de Thun
se acercan a las panaderías muy temprano en la mañana buscando pan esponjoso y
abundante en nueces y semillas de amapola, girasol y ahuyama. En el mercado del
centro los cultivadores llevan frutas y verduras producidas bajos rigurosos estándares
orgánicos, por las que muchos pagan gustosos sin reparar en precios. Los dos
castillos que dominan la vista cerca al centro, pequeños y coloridos, portan
emblemas del oso, símbolo del cantón bernés. ¡Cuántas feroces guerras se libraron
en tan apacible escenario!
El río Aare, que en verano trae en pequeños
flotadores a la gente desde Berna, inunda de aguas verdes y azules el lago
Thun. Desde allí, las canoas y botes turísticos navegan hacia la zona
entrelagos, Interlaken, donde se está cerca de Jungfrau y se disfruta de un colorido
paisaje glaciar.
No hay tradición de fastuosidad, derroche y
opulencia entre los antiguos hidalgos suizos. Sencilla arquitectura, modestos
aposentos y murallas eficaces se conservan hoy en un paisaje que pareciera describir
un mundo de fantásticos cuentos infantiles. Dentro del casco antiguo de
Gruyeres, hoy alternan edificios medievales de la época fundacional con
restaurantes modernos de fondue.
En las calles del pueblo hay señales
visuales, tal vez, olfativas para el mes agudizo, que conducen a la fábrica de
queso. Geométricas, las piezas circulares del insigne producto local se alinean
en filas y filas de estanterías visibles a través, del vidrio sellado de la
bodega. Se trata de un abrebocas para quien desee pasar las horas aprendiendo a
hacer el queso de forma tradicional.
Un tren desde Gruyeres o una caminata de una
hora entre montes, riachuelos y pastizales lleva hasta Broc. Hace u par de
siglos, maestros chocolateros de Italia y Alemania se instalaron cerca de esta
zona para agregar cacao a las caudales
de agua y leche. Hoy, la gente de Broc, un diminuto pueblito de 2.000 habitantes
es vecino de la fábrica Nestlé y de la mansión del chocolate Cailler. Allí,
luego de esquivar muros y canastillas repletas de chocolates en combinaciones
imposibles, el viajero huye por un momento para adentrarse en un museo animado
de la tradición cacaotera. Filas de visitantes esperan ansiosos luego su turno
para introducir su mano en los sacos de cacaos tostados de Venezuela, Guatemala
y Guinea, y degustar así las formas primigenias. Pronto los dedos se sumergen
en pilas de almendras, avellanas y otras nueces, para imitar en el paladar la transformación
que a la vez, observan en vivo a través, de su recorrido por la fábrica. Al fil
todos atraviesan un cuarto de degustaciones, donde prueban muchas de todos los
tipos del chocolate suizo.
En Murten, cerca del lago del mismo nombre,
han rescatado por igual centenarias tradiciones, edificaciones y folklore. Entre
las calles de esta ciudad fortaleza, dominada por un castillo medieval, se
erige hoy un molino neolítico, se develan rutas romanas y se conservan leyendas
de valientes héroes locales.
Al otro lado del país, en Chur, se recitan
con gracia las aventuras de Jorg Jenatsch, aquel que se atrevió a cambiar de
bando en plenas guerras religiosas del siglo XVII. Desde Chur y hacia el sur-oriente las carreteras de la montaña zigzaguean hacia lo alto, revelando en
cada curva pequeñas fortificaciones abandonadas. Por siglos, los dispersos asentamientos
suizos aprovecharon los caminos romanos con el fin de crear redes de vigilancia
para sus valles estrechos y evitar desagradables sorpresas militares de los pueblos
más ambiciosos. Aún hoy, los campesinos aprovechan las rutas para bajar de las
montañas cargados de quesos, y llevar sus vacas a pasar el invierno en las
zonas llanas, a veces en medio de flores y festividad.
El frío de invierno y la nieve en abundancia
son noticias alegres en esta parte del mundo. A la sombra de grandes centros de
deportes invernales como Davos y St. Moritz, los niños aprenden a bajar en
grandes velocidades en trineos, apenas sujetos a una cuerda, por las congeladas
pistas de Bergun. Los suizos caminan de nuevo por unos meses sobre blanco, como
escapado ansiosos del gris asfáltico de la vida moderna. Esa vida que mantiene aún
para el mundo la simpleza pueblerina de la montaña como el secreto más
insospechado.
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