Está en librerías el libro póstumo del
controvertido
intelectual Christopher Hitchens.
Se trata de un testimonio desgarrador
de sus últimos días de vida.
Una
noche de junio de 2010, cuando se encontraba en medio de la gira de promoción
de su más reciente libro, Christopher Hitchens sintió que sus pulmones se
llenaban de cemento. Se despertó en medio de la oscuridad, sin aliento. “Me oía
respirar débilmente, pero no podía llenar de aire los pulmones. Mi corazón
latía demasiado deprisa o demasiado despacio. Cualquier movimiento, por pequeño
que fuera, requería premeditación y planificación. Me exigió un esfuerzo
extenuante cruzar la habitación de mi hotel en Nueva York y llamar a los
servicios de urgencias”, relata en las primeras páginas de su libro póstumo,
Mortalidad.
Lo que
siguió es conocido. Hitchens, uno de los ensayistas más populares de las
últimas décadas, recibió un pronóstico oscuro: sufría de un cáncer pulmonar
terminal con complicaciones linfáticas y le quedaba poco tiempo. A pesar de la
mala noticia, siguió con la gira de promoción de sus memorias, tituladas
Hitch-22, y asistió a entrevistas, programas de radio y televisión y debates
públicos. “Aunque vomité (…) con una extraordinaria combinación de precisión,
limpieza, violencia y profusión, justo antes de cada evento”, cuenta.
Hitchens
tampoco decidió negar su enfermedad o esconderse. De hecho, en la revista
Vanity Fair documentó en varias crónicas —acompañadas de crudas fotografías—,
el desarrollo de su enfermedad. Justamente el conjunto de esos textos
periodísticos forma el libro que acaba de llegar a las librerías. Hitchens
decidió además llevar la situación, la de su propia muerte, con sentido del
humor y sin dramatizar: “No me veo golpeándome la frente conmocionado ni
me oigo gimotear sobre lo injusto que es todo: he retado a la Parca a que
alargue libremente su guadaña hacia mí y ahora he sucumbido a algo tan
previsible y banal que me resulta incluso aburrido. La ira estaría fuera de
lugar por la misma razón. En cambio, me oprime terriblemente la persistente
sensación de desperdicio. Tenía auténticos planes para mi próximo decenio y me
parecía que había trabajado lo bastante como para ganármelo”.
El autor
británico también prometió que, por más dolorosa y angustiante que fuera su
enfermedad, no cambiaría ni un segundo su postura frente a Dios. En efecto,
Hitchens fue un reconocido ateo —tal vez el más famoso del mundo— y dos de sus obras
más leídas fueron Dios no es bueno (2008) y Dios no existe (2009). Desde el
principio aseguró que no caería en la tentación de rezar por su vida o de
pensar que algo vendría después de su muerte. La mayor parte de Mortalidad, de
hecho, reafirma este credo esencial. Sus detractores, que no eran pocos,
empezaron a especular —y, de hecho, iniciaron un macabro juego de apuestas—
sobre cuándo se quebraría el escritor. Pero nunca lo hizo.
“Supongamos
que abandono los principios que he tenido durante toda mi vida con la esperanza
de ganarme un favor en el último minuto. Espero y confío en que ninguna persona
seria admire esa actuación fraudulenta […]. Por otra parte, ese dios que
premiaría la cobardía y la falta de honradez y castigaría las dudas irreconciliables
está entre los muchos dioses en los que no creo”, escribió.
Hitchens
murió el 15 de diciembre de 2011. Parece ser que hasta último momento mantuvo
su actitud. Su esposa, Carol Blue, quien lo acompañó, contó que el británico
leyó a sus autores favoritos hasta los últimos días, pues lo tranquilizaban. En
el epílogo de Mortalidad Carol también narra que, después de su muerte, se
dedicó a vaciar las estanterías de los libros de Hitchens y a leer las notas
que él depositaba en ellos: “Cuando lo hago, le escucho, y él tiene la última
palabra. Una vez tras otra, Christopher tiene la última palabra”. Seguramente
así le hubiera encantado que lo recordaran.
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