miércoles, 3 de agosto de 2011

A los diez años de edad, Aharon Appelfeld huyó de un campo de concentración y sobrevivió tres años solo en los bosques ucranianos. Hoy, a sus 79 años, es uno de los escritores fundamentales de Israel


Para llegar a la casa de Aharon Appelfeld se sube una colina no muy alta hasta Mevasseret Zion, un barrio ubicado diez kilómetros al este de Jerusalén que durante años ha sido la entrada a la ciudad y que, como todo allí, está revestido de historia. Hay una calle sin salida que remata con tres o cuatro casas similares entre sí: piedra caliza, rejas verdes y un jardín. La puerta de una de ellas se abre apenas lo suficiente para que Appelfeld se asome. Lleva una chaqueta de marinero con botones dorados y tirantes. Su cabeza es perfectamente redonda y sus labios delgados parecen sonreír siempre. Ese aspecto venerable recuerda al de un niño. De hecho, su cara resulta muy parecida a una foto tomada en 1937, cuando tenía cinco años, en la que aparece con camisa a rayas y pantalones cortos mientras sostiene el lazo de un caballito de madera. Entonces, nada había pasado. Pronto llegaría el caos: el gueto, la muerte de los padres, la huida por los bosques ucranianos, la guerra y la partida hacia Israel. El niño de la foto no lo sabía.
 Adentro, sobre una mesa, hay tres vasos y una jarra con agua.Al fondo, repisas llenas de libros en distintos idiomas y ediciones de sus más de treinta obras, entre novela, ensayo y teatro, escritas en hebreo y traducidas a casi igual número de lenguas. Los ojos de Appelfeld son de un increíble azul. No hay una sola entrevista que no mencione su color y profundidad. En la sala está Judith, su esposa argentina, quien se ha encargado de la revisión de algunas traducciones al español. Allí también estuvo en 1988, Philip Roth, cuyo nombre suena cada octubre para el Nobel de Literatura, en una entrevista que hizo a Appelfeld para el New York Times. Para esa fecha, la amistad entre los dos escritores sumaba cuatro años. Hoy lleva veintisiete.
 La entrevista de Roth, producto de largas conversaciones en cafés, calles y restaurantes de Jerusalén, se puede leer en Operación Shylock, su novela publicada en 1993, en la que Appelfeld es uno de los personajes. Una historia que se nutre de la figura literaria del doble, cuyo protagonista es un escritor llamado Philip Roth que viaja a Israel —por esos días pendiente del juicio a un antiguo colaborador de los nazis— a investigar quién es el hombre que se está haciendo pasar por él. Las contradicciones existenciales del protagonista se reflejan en la brumosa línea entre realidad y ficción del relato y, a la vez, la novela reflexiona sobre el ser judío. En medio de todo eso está Appelfeld como una especie de confesor.
 Roth escribió: “Lo que Aharon representaba para mí era la capacidad de maduración de alguien que se ha visto convulsionado por los más indecibles sufrimientos y que ha logrado conservar no ya lo normal, sino todo lo extraordinario que en él había, alguien cuya superación de la futilidad y el caos y cuyo renacimiento como ser humano armónico y escritor de primera categoría constituye un logro rayano en lo milagroso, tanto más cuanto que proviene de una fuerza interior que sin duda posee, pero que el ojo no alcanza a percibir”.
 Hay experiencias tan sobrecogedoras que se reducen al silencio. “Nuestra memoria es escurridiza y selectiva, conserva lo que tiene a bien conservar”, dice Appelfeld en la introducción a Historia de una vida —ganadora en el 2004 del Premio Médicis— que confirma la sentencia de Hannah Arendt: la biografía es una manera de encadenar puntos luminosos.
 Aharon Appelfeld nació el 16 de febrero de 1932 en la ciudad rumana de Czernowitz (hoy Ucrania), la misma donde doce años atrás había nacido el poeta Paul Celan y en la que poco antes de la Segunda Guerra Mundial la mitad de la población era judía.
 Los Appelfeld eran judíos de clase alta que hablaban alemán: “Nuestra casa es amplia y está llena de habitaciones —se lee en Historia de una vida—. Un balcón da a la calle, y el otro, al jardín público. Las cortinas son largas, tocan el parqué, y cuando la sirvienta las cambia, un aroma a almidón se esparce por toda la casa”.
 El niño Aharon tenía siete años cuando las cosas empezaron a cambiar. Sabía contar hasta cuarenta, pintaba flores y pronto aprendería a escribir su nombre. Ya entonces su ser judío se revelaba como un misterio. Mientras en la escuela los niños lo acusaban de ser el asesino de Jesús, él acompañaba a su abuelo, un hombre silencioso y cumplidor de los preceptos, a orar en la sinagoga. “Me considero una persona religiosa, pero no en el sentido institucional, no rezo regularmente. El sentido religioso nos indica que la vida tiene una meta. Llegamos al mundo para ser algo”. En 1938 su abuelo murió y, en la casa, los rumores sobre la llegada de los nazis dieron paso a la desesperación. “A veces tengo la sensación de que mi padre está excavando un túnel a través del cual quiere salvarnos. Sin embargo, la excavación es tan lenta que difícilmente está en su mano terminarlo a tiempo”, escribió en Historia de una vida.
 Es justo ese momento, previo a la catástrofe, el que Appelfeld recrea en gran parte de su obra. Pero esto no quiere decir, como comenta Roth, que sea un escritor del Holocausto. “Appelfeld es un escritor desplazado que escribe una narrativa desplazada, que ha hecho del desplazamiento y la desorientación su tema más exclusivamente propio”.
 Su novela más conocida, Badenheim 1939, se sitúa en una ciudad austriaca de descanso para judíos adinerados. La primavera ha comenzado y el señor Pappenheim prepara un festival. Hay otros personajes: el farmaceuta Martin y su esposa Trude, los músicos polacos, el profesor Fussholdt, las prostitutas Sally y Gertie, el januka, un prodigio del canto, y los gemelos que recitan a Rilke. Todos están tan ocupados con sus asuntos que no se dan cuenta de que el Departamento de Sanidad ha llegado para registrar a los judíos y declarar la cuarentena. Es una narración fragmentada, desprovista de causalidad y de contexto, en donde la falta de descripciones es compensada con un sinfín de voces y de juegos con el tiempo y el espacio y en la que los tempe-?ramentos de los protagonistas cambian de manera intempestiva. La escritura de Badenheim 1939 recuerda a Kafka y a Beckett.
 Appelfeld ha mencionado a Kafka como una influencia por la lengua del absurdo. Llama la atención que esa sea la palabra que describa a la guerra. Por eso le pregunto: ¿Cuando la realidad supera todo lo imaginable, lo que queda no es el horror sino el absurdo? “Lo mejor es no hablar —responde—. Toda conversación restringe. Yo estuve en lugares horribles donde asesinaron a personas por el único motivo de que fluía sangre judía en sus venas. Cuando lo vi tenía ocho años y medio. Después de la guerra me pregunté ¿qué ha pasado? ¿Cómo un pueblo culto, como el alemán, asesinó a niños, mujeres, hombres y ancianos solo porque eran judíos? Quise comprender ese absurdo. El horror es imposible de asimilar. Lo único que uno puede hacer es rechazarlo”.
 “No hablaré del campo de concentración, sino de mi huida, que emprendí en el otoño de 1942, cuando tenía diez años”. Para entonces, su madre había sido asesinada por los nazis y su padre había muerto.
 Appelfeld huyó y dejó de ser él mismo. Tenía que esconderse, no solo de los alemanes, sino de cualquiera que lo denunciara por ser judío. Y el instinto apareció para salvarlo. Encontró fresas silvestres, manzanos y perales, supo aprovechar las zanjas para dormir, aprendió a mentir, se hizo amigo de los animales y descifró las señales de la naturaleza. Los pájaros, por ejemplo, son excelentes detectores de personas. “En tiempos de guerra uno pasa por una transformación y yo pasé a ser un pequeño animal porque el instinto animal es mucho más efectivo que el pensamiento”.
 Durante tres años Aharon Appelfeld dejó de hablar. Y, al tiempo que su pasado se hacía borroso, el reencuentro con sus padres se convertía en una ilusión. En un invierno, cuando el frío era insostenible para vivir en el bosque, trabajó en la casa de María, una prostituta rutena, alcohólica y esquizofrénica, cuya descripción concuerda con la de algunos personajes de Katerina, su novela publicada en 1989.
 Así como durante la guerra el instinto superó al lenguaje, al finalizar, la memoria corporal se alzó sobre otra clase de recuerdos. “Generalmente decimos que la memoria está en nuestra conciencia, pero en realidad está en nuestro cuerpo. Cuando tocamos algo familiar como una mesa o un libro, el recuerdo resurge de inmediato”. Algo similar ocurrió con la escritura.
 Appelfeld define la literatura como lo que tendría que suceder. La historia, en cambio, se ocupa de los acontecimientos. “El arte no es sociología, ni psicología, ni historia, ni política. Es el mundo interior del artista. Y cuando hablamos del mundo interior, nos referimos al mundo primordial, el mundo de la infancia, que está desprovisto de ironía y cinismo”.
 No fue fácil. Al terminar la guerra se creía que la literatura tenía que ser testimonial. ¿Dónde están los héroes en sus novelas, le preguntaban los críticos.
 Appelfeld empezó a escribir en Israel. A su llegada, en 1946, no podía hablar. El alemán era la lengua de los asesinos de su madre, y de los otros idiomas que había aprendido en su infancia (ruteno, rumano y ruso) apenas si recordaba unas cuantas palabras. Intentaba reprimir sus experiencias, así como la mayoría de la gente que se había embarcado desde Europa hacia las costas de Jaifa, en un país caluroso y desértico que prometía una resurrección para el pueblo judío, pero también se obligaba a olvidar el pasado europeo. Trabajó en los kibbutzim, se alistó en el ejército israelí y tomó clases de hebreo, un idioma que entonces le parecía seco pero que se convirtió en su instrumento artístico. “El hebreo es una lengua muy concisa, que ahorra mucho y que se refiere a los hechos concretos. La formación del hebreo está en la Biblia. En su prosa no hay ninguna descripción de más. Lo que determina la prosa de la Biblia son los hechos. No hay explicaciones. No hay moralización. 
Es el lector quien analiza y juzga”. Justamente así concibe Appelfeld la escritura.En 1962 publicó Humo, su primer libro. Poco a poco fue descubriendo el secreto de su propia vida y, como señaló el filósofo francés Alain Finkielkraut, vio cumplirse lo humano en el don sin palabras y logró hacer una obra a la altura de ese silencio.
  




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